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lunes, 24 de septiembre de 2007

Ha muerto Marcel Marceau

El gran mimo francés solo pronunció una palabra en el escenario, fué en la pelicula de Mel Brooks.: Silent movie.





¿ Qué ha dicho?
No sé, no entiendo Francés


Descanse en paz. Siempre le recordaremos entre los grandes, pese a que Woody Allen, en uno de los capítulos de su libro: "Cómo acabar con la cultura" ***se confesase incapaz de entender un espéctaculo de mimo.

En otro órden de cosas.
Quizás si Kouchner hubiera usado la técnica de Marceau. ¿ lo dijo o no lo dijo?
Así parece entenderlo Carlos Semprún Maura en su Carta desde París

Prohibido pronunciar la palabra guerra
http://www.libertaddigital.com/opiniones/opinion_39429.html

El actual Gobierno se limitaría a justificar, en la ONU y en la UE, una acción militar contra Irán llevada a cabo por otros ejércitos. Esto ya constituye un cambio considerable de la política exterior francesa, pero aún no sería una ruptura radical.


Que se indignen los ayatolas iraníes y sus ministros lacayos es lógico. Que se indigne el "mundo entero", o sea, la hipocresía institucional, es cómico. En mi última carta ya hice alusión a la entrevista de Bernard Kouchner del domingo. Ahora podrá intentar descafeinar diplomáticamente sus palabras todo lo que quiera, pero a mí que no me venga con cuentos, porque no sólo le escuché sino que además consideré que estuvo bien.
Después de largas parrafadas sobre la necesaria búsqueda de la paz en el Líbano, en el conflicto israelo-palestino, etc., señaló la peligrosidad de la situación en Irán, concretamente en relación con la fabricación de armas nucleares, algo que las democracias occidentales no podrían tolerar. Por lo tanto, había que prepararse "para lo peor" (au pire). "¿Qué es lo peor?", preguntaron los periodistas. La guerra, respondió Kouchner, y precis que no pensaba en una invasión, sino que se refería a un bombardeo para destruir las instalaciones donde se fabrican las armas nucleares. Por supuesto, no se limitó a decir sólo eso, sino que lo envolvió todo con muchas frases sobre la necesidad de negociar, negociar y seguir negociando para obtener los mismos resultados, o sea, el abandono por parte de las autoridades iraníes de su programa de fabricación de armas nucleares.
Ahora en Moscú, en París y donde puede Kouchner insiste en ese aspecto de su entrevista: hablé de negociaciones, dije que había que intentarlo todo para evitar "lo peor", o sea, la guerra. Es totalmente cierto que lo dijo, pero también lo es que ni yo, ni él, ni nadie nos lo creímos. Todos entendimos que piensa que no hay más remedio, si de verdad se quiere evitar que Irán se dote de armas nucleares –lo cual, evidentemente, sería lo más peligroso del mundo–, que emprender una intervención militar, pero limitada a unos bombardeos. No sería nada fácil, porque Irán lo sabe, y se prepara, multiplicando los lugares en los que se enriquece el uranio y protegiendo al máximo esos lugares en previsión de unos inevitables bombardeos. Por parte de los Estados Unidos, de Israel o de Francia.
No obstante, yo no me lo creo. Pienso más bien que el actual Gobierno y el actual presidente se limitarían a justificar, en la ONU y en la UE, una acción militar llevada a cabo por otros ejércitos. Esto ya constituye un cambio considerable de la política exterior francesa, pero aún no sería una ruptura radical con ese espíritu muniqués que domina la vida política, social y "cultural" francesa. Basta con ver el escándalo provocado por la utilización de la palabra guerra por parte de Kouchner. Ségolène Royal, más cursi y boba que nunca, en Québec; Hollande en París; hasta el debile profond de François Bayrou; todos, sin analizar la situación real, la locura y peligrosidad de la política iraní, se indignan: ¡Kouchner ha empleado la palabra guerra! ¡Es inadmisible! ¡Es pecado mortal!
¡Hipócritas!

Pués eso:

¡Hipócritas!

*** Texto de Woody Allen
Para acabar con los espectáculos de mimo

¡Un poco más alto, por favor!

Debéis comprender que estáis tratando con un hombre que se tragó el Finnegans Wake en una montaña rusa de Coney Island, penetrando en el abstruso laberinto de Joyce con soltura, pese a las violentas sacudidas que me han hecho perder las prótesis de mis dientes. Comprended también que pertenezco a esa minoría selecta que presintió al instante, ante la primera chatarra de un Buick expuesta en el Museo de Arte Moderno, esta interacción sutil entre el fondo y la forma que Odilon Redon podría haber logrado de haber olvidado la delicada ambigüedad del cincel y haber tra¬bajado con una prensa de automóviles. Asimismo, señores, soy uno de los pocos cuya perspicacia hizo que situara a Esperando a Godot en su correcta perspectiva para los numerosos espectadores per¬plejos que se arrastraban por el foyer del teatro durante el inter¬medio, mosqueados de haber pagado más de la cuenta a los revendedores de billetes por diálogos incomprensibles en un es¬pectáculo de una sola estrella. Tendría que añadir que mantengo con las artes estrechas relaciones. Además, puedo escuchar ocho emisoras de radio a la vez y, de tanto en tanto, me siento con mi propia Philco, en horas de descanso, en un sótano de Harlem para oír las noticias de última hora y las previsiones meteorológicas. En cierta ocasión, un obrero agrícola, un tanto lacónico, llamado Jess, que jamás había estudiado en su vida, interpretó los pronósticos de la Bolsa con gran sentimiento. Auténtica música soul. Por último, y para cerrar mi caso con precisión, tomen nota de que soy asiduo espectador de happenings y de estrenos underground y que colaboro con frecuencia en Sight and Stream, una publicación trimestral e intelectual dedicada a las ideas más avanzadas sobre cine y la pesca de agua dulce. Si éstas no les parecen credenciales suficientes para que me conozcan por Joe el Sensible, entonces, amigos, me doy por vencido. Y, no obstante, gracias a esta intuición que me chorrea del cuerpo cual miel de un pastel, hace poco recordé que tengo un fallo cultural, un talón de Aquiles que me sube por la pierna hasta la base de la nuca.Empezó a manifestarse en enero pasado cuando, una noche, de pie en el bar McGinnis de Broadway, donde comía el pastel de queso más bueno del mundo, tuve, además de un sentimiento de culpa¬bilidad, la impresión colesterosa de que mi aorta se volvía tan rígida como un bastón de hockey. A mi lado había una rubia de cortar la respiración, cuyos pechos se hinchaban rítmicamente debajo de una blusa negra con tanta provocación que habría llevado fácilmen¬te a un boy scout a un estado licantrópico. Durante los primeros quince minutos, mi «páseme la mostaza» había sido el único tema de nuestra conversación, pese a mis más que múltiples intentos de crear una mayor intimidad. Lo peor es que ella, en efecto, me había pasado la mostaza y yo me vi obligado a untar con ella un trozo de pastel de queso para justificar mis buenas intenciones.—Tengo entendido que las acciones de los huevos están en alza —me animé por último a decir, fingiendo la despreocupación de quien fusiona sociedades en sus ratos libres.Ignorando que había entrado el novio de la chica, que era estibador, con una falta del sentido de la oportunidad propia de Laurel y Hardy, y que, por si fuera poco, estaba justo detrás mío, le eché una mirada ávida de hambriento necesitado. Recuerdo aún haber dicho algo ingenioso sobre Kraft-Ebing antes de perder el conocimiento. Me recuerdo, poco después, corriendo por la calle para evitar las iras de lo que parecía ser el garrote de un primo siciliano dispuesto a vengar el honor de la joven. Busqué refugio en la fría oscuridad de un cine donde Bugs Bunny y tres Libriums devolvieron mi sistema nervioso a su ritmo acostumbrado. La película principal empezó y resultó ser un documental turístico sobre la selva de Nueva Guinea, un tema que en mi escala de valores puede rivalizar con «Formaciones de musgos» o «Cómo viven los pingüinos». «Los seres primitivos», comentaba el narrador, «viven hoy igual que el hombre de hace millones de años, cazan el jabalí (cuyo standard de vida no parece tampoco haber mejorado), se sientan alrededor del fuego por las noches y reconstruyen las escenas de caza con pantomimas.» Pantomimas. La palabra me golpeó con la fuerza de un estornudo. Aquí se resquebraja mi armazón cultural, el único fallo, por cierto, pero un vacío que no había dejado de perseguirme desde mi más tierna infancia, desde el día en que un mimodrama, sacado de El abrigo de Gogol, había escapado por completo a mi entendimiento y me había convencido de que estaba presenciando a catorce rusos haciendo gimnasia. La pantomima me ha resultado siempre un misterio; un enigma que prefiero olvidar por la vergüenza que me ha hecho pasar. Pero allí se manifestaba otra vez esa debilidad y, muy a pesar mío, peor que nunca. Entendía tan poco las gesticulaciones frenéticas del jefe de la tribu guineana como a Marcel Marceau en cualquiera de sus sketches cómicos que atraen a multitudes llenas de admiración. Me retorcí en mi asiento mientras el actor aficionado de la selva hacía reír en silencio a sus compañeros primitivos y, después de su actuación, les pasaba el plato a los ancianos de la tribu; entonces, no pude más y me retiré abatido de la sala.En casa, aquella tarde, mi deficiencia se convirtió en obsesión. Era la cruel verdad: pese a mi olfato canino en todos los demás campos del arte, bastaba una tarde de mímica para convertirme en el hombre de la azada de Markham: «Estúpido, estupefacto, como un buey de arado». Me enfurecí de impotencia, pero un calambre endureció la parte posterior de mi muslo y tuve que sentarme. Después de todo, razoné, ¿habrá otra forma más ele¬mental de comunicación que ésta? ¿Por qué esta forma artística universal resulta tan clara para todo el mundo menos para mí? Traté de enfurecerme de impotencia una vez más y esta vez lo conseguí, pero mi barrio es muy tranquilo y pocos minutos después aparecieron dos robustos muchachos de la comisaría local para informarme que enfurecerse de impotencia podía significar una multa de quinientos dólares, seis meses de prisión o ambas pena¬lidades. Les di las gracias y me metí en la cama donde mi lucha por dormir lejos de mi monstruosa imperfección dio como resul¬tado ocho horas de ansiedad nocturna que no se las desearía ni al mismo Macbeth.Otro ejemplo espeluznante de mi vacío mimético se materializó tan sólo unas pocas semanas después, cuando aparecieron ante mi puerta dos billetes gratuitos para el teatro (que gané por haber identificado correctamente la voz de Frank Sinatra en un concurso radiofónico quince días antes). El primer premio era un Bentley, así que, para llamar en el acto al locutor, había salido desnudo y dando brincos de la bañera. Al coger el teléfono con una mano mojada mientras intentaba apagar la radio con la otra, pegué un salto hasta el techo mientras las chispas llenaban la habitación como si me ejecutaran en una silla eléctrica. Mi segunda órbita alrededor de la lámpara, que colgaba del techo, fue interrumpida por el cajón abierto de mi escritorio Luis XV contra el que me di de cabeza con una moldura dorada en la boca. Mi rostro parecía haber sido comprimido en un molde de pastel rococó, tenía además un chichón en la cabeza del tamaño de un huevo de avestruz que afectó mi lucidez, y quedé en segundo lugar detrás de la señora Sleet Ma¬zurskyEntonces, al hacerse trizas mi sueño del Bentley, me conformé con un par de billetes gratis para una representación en un teatro off Broodway. Que un famoso mimo internacional es¬tuviera en el programa enfrió mi ardor hasta temperaturas polares, pero, con la esperanza de acabar de una vez por todas con mi mala suerte, decidí hacer acto de presencia. Me fue imposible invitar a una chica ya que sólo contaba con seis semanas de tiempo, entonces regalé el billete a un limpiador de ventanas, Lars, un letárgico subalterno tan rebosante de sensibilidad artística como el Muro de Berlín. Al principio, creyó que aquel papelito color naranja era comestible, pero, cuando le expliqué que servía para un espectáculo de mimo (el único espectáculo, con excepción de un incendio, que tenía alguna posibilidad de entender), me lo agradeció con grandes efusiones.La noche del espectáculo, los dos (yo con mi capa de etiqueta y Lars con su cubo) salimos con aplomo del fondo de un coche alquilado, y al entrar en el teatro nos precipitamos hacia nuestros asientos donde pude examinar el programa y me enteré, con cierto nerviosismo, de que el primer sketch era un breve entretenimien¬to silencioso titulado Día de picnic. Empezó cuando un microbio de hombre entró al escenario con el rostro encalado y vestido con una malla de baile negra y ajustada. Un clásico traje de picnic igual que el que yo mismo llevé en un picnic en Central Park el año pasado y que, salvo para unos pocos adolescentes resentidos que lo tomaron por una coquetería senil, pasó desapercibido. El mimo empezó a desdoblar un mantel para colocarlo en la hierba, y, al instante, mi vieja duda volvió a asaltarme. Tanto podía estar desdoblando un mantel de picnic como ordeñando una cabra. Luego, con sumo cuidado se sacó los zapatos, si bien no estoy muy seguro de que fueran sus zapatos, porque se fraguó uno de ellos y envió el otro por correo a Pittsburgh. Digo «Pittsburgh» pero, en realidad, es sumamente difícil imitar el concepto de Pittsburgh y, pensándolo bien, creo que no estaba en absoluto imitando Pittsburgh, sino a un hombre que conducía un triciclo a través de una puerta giratoria o quizá también a dos hombres que desmantelaban una rotativa de imprenta. Cómo se relacionaba todo esto con el picnic es algo que no comprendo. Luego, el mimo empezó a separar una colección invisible de objetos rectangulares, sin la menor duda pesados, como una edición completa de la Enciclopedia Británica, que, sospecho, sacaba de la cesta de picnic, aunque, por el modo en que manio¬braba, también podrían haber sido los músicos del Cuarteto de Cuerdas de Budapest, todos atados y amordazados.Por aquel entonces, para sorpresa de los que estaban sentados a mi lado, me encontré, como de costumbre, tratando de ayudar al mimo a aclarar los detalles de la escena adivinando en voz alta y de forma exacta lo que estaba haciendo: «Almohada... gran almohada. ¿Cojín? Parece un cojín...». Este tipo de participa¬ción benévola suele molestar al auténtico amante del silencio en un teatro, y he notado en ocasiones una clara tendencia en las personas sentadas a mi lado a expresar su intranquilidad de distintas maneras, que van de significativos carraspeos a un golpe de porra en la nuca, como el que recibí de un miembro de la Liga Cultural de Amas de Casa de Manhasset. En el caso del picnic, una viuda, arrugada como una momia, me machacó los nudillos con sus anteojos, a modo de látigo, incriminándome: «Quieto ahí, viejo zorro». Luego, embalada, con la lenta y paciente elocución de quien se dirige a un soldado de infantería aturdido por las bombas, me explicó que el mimo estaba tratando de parodiar los distintos elementos que suelen complicar la vida del que va de picnic: las hormigas, la lluvia y el sacacorchos que siempre se olvida uno en casa. Momentáneamente advertido, me partí de risa ante la idea de un hombre obsesionado por el olvido de su sacacorchos y me maravillé de sus infinitas posibilidades dramáticas.Por último, el mimo empezó a soplar vidrio. O bien soplaba vidrio, o bien ponía inyecciones intravenosas a un equipo de fútbol. Parecía un equipo de jugadores de fútbol, pero podría haber sido un coro de hombres (o una máquina diatérmica), también podría estar disecando un coro de cualquiera de esos cuadrúpedos inmen¬sos, ya inexistentes, frecuentemente anfibios, pero por lo general herbívoros, cuyos restos fosilizados han sido encontrados en la región más septentrional del Ártico. A estas alturas, el público se tronchaba de risa con las tonterías que veían en el escenario. Hasta el primate de Lars se secaba las lágrimas de hilaridad con el limpia-cristales. Pero yo seguía siendo un caso perdido; cuanto más me empeñaba, menos comprendía. Una sensación de fracaso se abatió sobre mí, me saqué los zapatos y me puse a dormir. Cuando recobré los sentidos, lo primero que vi fue un par de mujeres de la limpieza trabajando en la platea y discutiendo los pros y los contras de la celulitis. Restregándome los ojos en el brillo mortecino de la luz de servicio del teatro, me ajusté la corbata y fui a Riker's donde una hamburguesa y un buen chocolate caliente no me dieron problemas en cuanto a su significado: por primera vez en toda la noche me sacudí de encima el peso de mi culpabilidad. Hasta hoy sigo siendo culturalmente incompleto, pero lo estoy superando. Si alguna vez veis bizquear a un esteta en un espectáculo de mimo, luchar y hablar consigo mismo, acercaos y venid a saludarme, pero, por favor, hacedlo al principio del espectáculo; no me gusta que me molesten cuando duermo.

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