La historia es conocida. Pero ello no quiere decir que haya sido debidamente comprendida ni (siquiera) realmente asimilada. Además, es una historia “tópica”, al menos en dos de los sentidos del epíteto, ya que arraiga en un específico lugar y es, además, trivial.
Dice esa historia que Hannah Arendt y Gershom Scholem se llevaban bien o cordialmente hasta la publicación, en 1963, de Eichmann en Jerusalén, pero que este libro los separó definitivamente (qué mayor privilegio cabe imaginar: que las ideas expuestas públicamente anuden o destruyan nuestros vínculos de amor intellectualis).
Pero resulta que esto es falso. Arendt y Scholem ya se habían enfrentado más de una vez. Por ejemplo en 1946, cuando Sholem le reprochó a la filósofa sus críticas al sionismo en un momento crucial , cuando la batalla por la creación del Estado de Israel parecía perdida. Y es que para Scholem (magnífico pensador y –lo que, hélas, no era Arendt: un magnífico escritor–), a diferencia del judío de la Diáspora, “que busca vivir fuera de la Historia”, el pueblo judío, –“nosotros, en Israel”, dice Scholem antes de la fundación del Estado– “vivimos responsablemente, es decir, en la Historia”.
Arendt, genuina hija de las Luces, se sintió siempre incómoda con el nacionalismo militante de algunos judíos. Porque no creía en las virtudes de nacionalismo alguno y consideraba, en cambio, que la más estimable lección que podía extraerse de la torturada historia de los judíos era que habían logrado forjarse a sí mismos, entre otras muchas cosas, como “parias”. Lo que, para Arendt, suponía el grado superlativo de la humanidad (léase su texto más esclarecedor al respecto: “The Jew as Pariah: A Hidden Tradition”, de abril de 1944). El grado superlativo: entiéndase (como lo entendía ella) el humano en su irreducible humanidad.
De modo que las últimas palabras que se dijeron estos dos grandes filósofos –palabras que ilustran las dos raíces del tupido árbol de la filosofía germana: la nacional-etnicista de Herder y la universalista ilustrada de Kant– resumen de manera concentrada una controversia intelectual con importantes consecuencias políticas, que aún hoy es de actualidad.
Reproducimos aquí, pues, el último intercambio epistolar entre Sholem y Arendt, que tuvo lugar en julio de 1963. Pienso que es imposible adoptar, ante los argumentos de peso aducidos por ambos, una actitud, digamos, zapatética. Me explico: es ilusorio postular que en una contienda, bélica o ideológica, no pueda haber vencedores ni vencidos. El credo zapatético no es otra cosa que un viático para la buena-mala conciencia de los colaboracionistas de siempre y de cualquier pelaje. La vida no es sólo una lucha, lo que siempre es, sino –lo que es éticamente más importante– una lucha que nos obliga a definirnos ante el bien y el mal, ante lo deseable y lo reprobable, ante la libertad y la sumisión. En ello estaban estos dos grandes pensadores. Pero habrá que escoger entre una y otra posturas.
Ana Nuño
Dice esa historia que Hannah Arendt y Gershom Scholem se llevaban bien o cordialmente hasta la publicación, en 1963, de Eichmann en Jerusalén, pero que este libro los separó definitivamente (qué mayor privilegio cabe imaginar: que las ideas expuestas públicamente anuden o destruyan nuestros vínculos de amor intellectualis).
Pero resulta que esto es falso. Arendt y Scholem ya se habían enfrentado más de una vez. Por ejemplo en 1946, cuando Sholem le reprochó a la filósofa sus críticas al sionismo en un momento crucial , cuando la batalla por la creación del Estado de Israel parecía perdida. Y es que para Scholem (magnífico pensador y –lo que, hélas, no era Arendt: un magnífico escritor–), a diferencia del judío de la Diáspora, “que busca vivir fuera de la Historia”, el pueblo judío, –“nosotros, en Israel”, dice Scholem antes de la fundación del Estado– “vivimos responsablemente, es decir, en la Historia”.
Arendt, genuina hija de las Luces, se sintió siempre incómoda con el nacionalismo militante de algunos judíos. Porque no creía en las virtudes de nacionalismo alguno y consideraba, en cambio, que la más estimable lección que podía extraerse de la torturada historia de los judíos era que habían logrado forjarse a sí mismos, entre otras muchas cosas, como “parias”. Lo que, para Arendt, suponía el grado superlativo de la humanidad (léase su texto más esclarecedor al respecto: “The Jew as Pariah: A Hidden Tradition”, de abril de 1944). El grado superlativo: entiéndase (como lo entendía ella) el humano en su irreducible humanidad.
De modo que las últimas palabras que se dijeron estos dos grandes filósofos –palabras que ilustran las dos raíces del tupido árbol de la filosofía germana: la nacional-etnicista de Herder y la universalista ilustrada de Kant– resumen de manera concentrada una controversia intelectual con importantes consecuencias políticas, que aún hoy es de actualidad.
Reproducimos aquí, pues, el último intercambio epistolar entre Sholem y Arendt, que tuvo lugar en julio de 1963. Pienso que es imposible adoptar, ante los argumentos de peso aducidos por ambos, una actitud, digamos, zapatética. Me explico: es ilusorio postular que en una contienda, bélica o ideológica, no pueda haber vencedores ni vencidos. El credo zapatético no es otra cosa que un viático para la buena-mala conciencia de los colaboracionistas de siempre y de cualquier pelaje. La vida no es sólo una lucha, lo que siempre es, sino –lo que es éticamente más importante– una lucha que nos obliga a definirnos ante el bien y el mal, ante lo deseable y lo reprobable, ante la libertad y la sumisión. En ello estaban estos dos grandes pensadores. Pero habrá que escoger entre una y otra posturas.
Ana Nuño
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Tomado de la revista Raices N° 36 - Pág.12 - Año 1998
Información complementaria:
1 comentario:
Artículo de Pilar Rahola aparecido hoy en el diario La Nación (Buenos Aires).
Saludos
La vampirización del Líbano
Esa antipática pregunta del millón. ¿Qué pasaría si la ofensiva del ejército libanés contra las milicias terroristas afincadas en su territorio fuera perpetrada por el ejército israelí? Correrían ríos de rabia, las calles se llenarían de manifestantes chillones y en los rincones del odio se quemarían banderas con la estrella de David. En mi país, España, las Marujas Torres que abundan en las redacciones del prejuicio y el tópico vomitarían la bilis que les genera Israel y el mundo se prepararía para la enésima condena.
Por supuesto, los países más libres del planeta, entre ellos las dictaduras árabes, pedirían la repulsa contra Israel y, en las universidades, nuestros jóvenes se pondrían las kefías de la solidaridad virtual. En algún rincón de la gran Persia, un siniestro totalitario amenazaría nuevamente con la destrucción del "ente sionista", y el ruido del nuevo antisemitismo que corroe al mundo haría aún más sonoro el pesado silencio de los intelectuales con criterio.Y así repetiríamos episodios reincidentes que, desde hace décadas, demonizan hasta el delirio al pequeño país hebreo. Culpable si se defiende. Culpable si mata a sus enemigos. Culpable si lo matan. Culpable por intentar existir y culpable por no haber sido vencido en las guerras que ha tenido que sufrir. El principal delito de Israel es, para muchos, haber resistido. Lo dijo el premio Nobel Imre Kertész: "Dios mío, qué bien que pueda ver la estrella judía sobre los tanques israelíes y no cosida sobre mi ropa como en 1944". Y no hacía un alarde de militarismo, contrario a su ideario: constataba que el judío, después de siglos, era capaz de defenderse.
Ahora, un año después y sin el acoso y derribo que sufre Israel, el ejército del país del cedro está intentando hacer lo mismo que hizo el ejército israelí: liberar a su territorio de la actividad terrorista que atenta contra su integridad. Una actividad que ha llegado a convertir al Líbano en el hangar desde donde se dispara toda la parafernalia del discurso de aniquilación de Israel. En cierta medida, para los países de la zona implicados en el terrorismo y para los propios militantes fundamentalistas, el Líbano es un cuerpo ideal para parasitar, perfecto para plantar tiendas, montar campos de entrenamiento, transportar armas, adoctrinar cerebros y preparar la enésima ofensiva bélica. De hecho, Siria lo ha ocupado durante años ante la pasividad del mundo, cuya única preocupación se sitúa, siempre, kilómetros al sur de Tiro y Sidón. Los centenares de libaneses, como recuerda George Karim Chaya, maronita exiliado, que tuvieron que huir después de la ocupación siria, nunca fueron problema de nadie. Como no lo fueron los pueblos cristianos masacrados por las milicias de Arafat, o la lenta y efectiva creación de lo que el arabista francés Jean-Pierre Filiu llama un Jihadistan, un territorio físico, armado y blindado donde plantar la bandera del territorio simbólico al que aspira el jihadismo. Y donde preparar las muchas guerras en las que está implicado. De hecho, se trata de un proceso de canibalismo que ya se ha desarrollado en las montañas de Chechenia, en los montes de Cachemira, en las selvas de Filipinas, en las sabanas de Somalia, por supuesto, en Irak. Del somalí Sharif Sheik Ahmed al grupo filipino Abu Sayyaf, de las huestes del desaparecido checheno Shamil Basayev a los militantes paquistaníes de Lashkare Toiba, del Estado islámico iraquí al propio Ben Laden, pasando por Hamas y por el indonesio Jemaah Islamiyah, todos ellos son clones del Fatah al-Islam libanés que está combatiendo el ejército del Líbano. Usan causas coyunturales, pero su objetivo es planetario, y es totalitario. Que nadie llegue a la estupidez de creer que estamos ante movimientos de liberación. Muy al contrario: son movimientos contra la libertad. La pregunta, sin embargo, es la pertinente: ¿cómo hemos llegado hasta un Líbano secuestrado por ejércitos ajenos a menudo más fuertes que el propio ejército del país? Este es mi personal catálogo de causas, más allá de las tópicas que se usan para reducir al cómodo simplismo un incómodo y complejo conflicto.
La primera causa tiene que ver con la vampirización que los países árabes han hecho del Líbano, considerado el patio trasero para hostigar a Israel y complicar el problema palestino. No sólo se ha invadido el territorio y se han financiado todo tipo de milicias, sino que desde el Líbano se ha atacado al eterno enemigo. Los países de la zona, y Siria e Irán en particular, nunca se han tomado en serio la independencia de la pequeña república. Solo así se entiende cómo Siria pudo ocuparla impunemente durante décadas. No recuerdo, por ejemplo, que ningún país árabe pidiera la retirada siria del Líbano. Y, por supuesto, tampoco conmovió nunca a los habituales manifestantes antiimperialistas, ni a la bonita ONU. Otro motivo, paralelo, fue el uso privado del Líbano que perpetró Arafat y que llevó al famoso error histórico israelí de meterse en el barrizal libanés. En el Líbano, el problema palestino pasó de ser una triste consecuencia de la Guerra de los Seis Días a ser un tema enquistado y usado como ariete para destruir a Israel. Fue en el Líbano donde realmente se creó el problema palestino, una diáspora permanente de miles de personas, metidas en campos imposibles, y a las que no se les permitió tener ninguna otra nacionalidad que la palestina, para que el problema humano fuera un problema irresoluble. La radicalización de esos campos era una crónica anunciada. Por preguntar, ¿nos imaginamos qué hubiera ocurrido si los millones de alemanes desplazados del Oder-Neisse (la famosa "línea Curzon"), después de la Segunda Guerra Mundial, hubieran sido metidos en campos, convertidos en refugiados eternos y usados como ariete contra Polonia? Eso hicieron los árabes, con los árabes que habían huido de las guerras con Israel: usarlos como estrategia militar. El resultado es el actual. Lo dijo el cristiano palestino Elias Joury, citado por el profesor de la University of Western, de Ontario, Salim Mansur, en un artículo reciente: "Palestina no es un país que tenga bandera. Palestina es una condición. Todo árabe es palestino...". Es decir, lo palestino es una ideología, y, como tal, el uso de los palestinos a favor de esa ideología es una estrategia lícita. Así lo han pensado desde los marxistas de los países árabes de primera hora hasta los nacionalistas panarabistas, pasando por los islamistas radicales. Y si lo palestino es munición ideológica, el Líbano ha sido el cuartel de batalla. De las guerras presentes, y de las guerras pensadas para el futuro. Desde hace años, estas guerras tienen en el jihadismo su abono ideológico, en lo palestino su excusa y en la creación de un califato islámico planetario su sueño totalitario. Contra todo esto lucha el ejército libanés. No se trata, pues, de una simple contingencia violenta. Se trata de una auténtica ofensiva de liberación nacional. El Líbano es un país secuestrado, ocupado por miles de militantes de una ideología destructiva, profusamente financiados desde el extranjero. O se libera de esta pesada carga o toda la zona será rehén del jihadismo criminal.
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